Celebrando el Día de Muertos
Parecernos a la muerte, para calmarla, para retardarla, para congraciarnos con ella.
La celebramos como ningún otro país en el mundo, la reverenciamos como lo hacían nuestros ancestros hace cuatro mil años.
Una fiesta del mexicano, quizá la última fiesta que queda en la cual aceptamos nuestro pasado, nuestra riqueza cultural y el orgullo de pertenecer a esta tierra.
Es la ocasión para reverenciar al amaranto, al zempaxóchitl, al maíz, al frijol y a la imagen de Miktlantehkutli... no nos sentimos patriotas, nos sentimos mexicanos.
Festejamos a la muerte con colores que no están muertos, que son vivos, chillantes, alegres. En medio de pétalos de flores, veladoras, dulce de calabaza y de camote, la sal, las fotografías y la bebida. No falta la canción de La llorona, ni el amigo que cuenta historias que nos ponen los pelos de punta.
Explotamos en alegría, nos reímos con a muerte, nos burlamos de nuestros defectos, nos carcajeamos con nuestra imagen grotesca. Y nos esmeramos para que "ellos" tengan una fiesta llena de recuerdos y manjares.
Nos comemos a la muerte con sabores de amaranto y chocolate, con huesos espolvoreados de azúcar, nos comemos entre aromas de azahar, gustosos nos volvemos calaveras y nos ofrecemos con la comida como en un sacrificio.
En nuestro código genético, está esa programación ancestral que nos llama a reverenciar a la vida y a la muerte, para compartir por unas horas con los que ya partieron al Mictlán, para congraciarnos con ellos, reírnos con ellos y para alivianar un poco los rencores, sinsabores y cargos de conciencia.
Nuestras esperanzas como pueblo necesitan una fiesta, un motivo para continuar, para tener certeza.
Con una dosis de esperanza de que en el momento del encuentro, tengamos al menos un gesto de simpatía trabajada desde los ancestros.
Asemejarnos a la muerte, reírnos con y de ella. Para quitar penas, olvidar desaires, recordar nuestra efímera existencia.
Estar bien con ella: la que nos unifica, la que muestra nuestra desnudez y crudeza humana, para quien no hay ni buenos, ni malos, ni pobreza o riqueza. La que nos acoge a todos... solo de ella y del nacimiento tenemos la certeza.
Tener similitudes, para que llegue elegante, suave y alegre cuando se haga suyo nuestro último suspiro terrenal.
Porque la misma dadora de vida es la misma dadora de muerte, entonces ¿para qué temerle?, si desde el principio somos huesos y al final es lo único que en la Tierra se quedará.
El Día de Muertos, nos desgarra la memoria, las raíces, la realidad... nos hace festejar a la muerte y a la vida, recorremos el velo, y caminamos gustosos entre cráneos y esqueletos, nos familiarizamos con las imágenes de cementerio, nos confundimos entre los mismos muertos.
Octavio Paz escribió sobre nuestra relación con la muerte: "El mexicano... la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente".
La fuerza de los pueblos se encuentra en su legado, como recordaremos en la película Avatar, con el árbol de las almas, o en las zonas arqueológicas... es por eso que en las guerras uno de los primeros objetivos a destruir son los cementerios, esto se hace para quitarle poder y fuerza a una localidad... y México tiene fuerza, riqueza, magia y por una vez al año le rendimos reverencia.
Parecernos a la muerte, una vez de vez en cuando recordando que al final, aquí solo se queda el cascarón... porque somos tan fugaces como el pétalo de una flor.
*** Alda ***
Las imágenes son de la muestra de Ofrendas y Altares 2013 en el Zócalo de la Ciudad de México.
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